Casualidad

RELATO CORTO CASUALIDAD

La Casualidad

El postigo, mecido por las rachas de viento, golpeaba incansable la hoja de la ventana. Llevaba ya largo rato haciéndolo y nadie parecía reparar en ello… Bueno, nadie tampoco sería exacto.

La ciudad aún adormilada e impasible yacía a los pies de aquel inacabable aporreamiento que estaba proporcionando implacable la contraventana.

Los pocos transeúntes que deambulaban por las calles, aún más dormidos que la propia ciudad o eran indiferentes a ello o simplemente no oían aquel incesante batir.

Solo, entre cartones, un indigente lo había percibido. Ese machaqueo interminable a lo largo de las últimas horas, había conseguido turbar su sueño etílico.

Finalmente, ya bastante cabreado con ello, se levantó y sintió un deseo irrefrenable de denunciarlo a la policía. Encaminó sus pasos a la cercana comisaria, aquella de la que tantas veces había sido huésped…

Justo entonces, un destello de lucidez cruzó su mente e interrumpió de golpe su impulsiva caminata. Se había dado cuenta que, yendo allí, lo más probable era que terminara nuevamente hospedado en aquel lugar, sin comérselo ni bebérselo.

Deshizo lo andado y regresó a su jergón de cartón acanalado. Se tumbó de nuevo protegiendo su descanso, con las improvisadas paredes de cartón que, de manera prolija, resituó. Palpó con su manó el duro suelo, hasta dar con su inseparable tetrabrik.

Echó un largo trago y se arrellanó nuevamente. Con suerte esta deglución le insensibilizaría del desagradable golpeteo o quizá el viento dejara de incordiar.

Al cabo de un rato, solamente los ronquidos que emanaban de aquel improvisado hotel de cartón, alteraban por un instante, la impasibilidad de los apresurados transeúntes que, cada vez en mayor número, pululaban por las ya desperezadas calles del Morningside Heights, casi allí donde, circunstancialmente, se hermana con Harlem.

RELATO CORTO CASUALIDAD
RELATO CORTO CASUALIDAD ©MONTSERRAT VALLS GINER Y ©JUAN GENOVÉS TIMONER

Mientras, en otro punto escondido en el Bronx, alguien que no sabía en qué lugar se encontraba, se revolvía inquieto en el lúgubre y pequeño sótano en el que alguien le había confinado.

Llevaba dos largos días allí, sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra de aquel inmisericorde lugar, donde a duras penas tenía espacio para tumbarse sobre el duro suelo.

Intenta rememorar todo lo ocurrido… Había bajado por la noche a la calle a tirar la basura, era algo más tarde lo habitual y tuvo la mala suerte de ser testigo de algo que no debería haber visto. Un instante después un fuerte golpe, probablemente propinado con la culata de una pistola le dejó inconsciente.

Aunque no había visto la cara de nadie, vislumbró a un tipo alto y fornido romperle el cuello a un hombre ataviado con ropa cara… A continuación, el culetazo y la oscuridad.

De pronto le pareció oír una voz, prestó atención la voz de su carcelero dijo: —He de hablar con el jefe. Necesito que me diga que hago con el tipo que capturé hace dos días.

Unos instantes de silencio y continuó: —¡No, no me digas que haga lo que a mí me parezca! Quiero que me lo diga él. No quiero más problemas.

Otro silencio, esta vez algo más largo y prosiguió: —Si, ya sé que está fuera. Está fuera desde antes de que nos cargáramos al imbécil que le seguía. Se fue para tener coartada, pero ya debería haber vuelto…

Ya se había dado cuenta de que el tipo estaba hablando por teléfono y de que su vida pendía de un hilo, cuando oyó de nuevo su voz: —¿Cómo que aún no le habéis dicho nada de este tema? ¡Decídselo de una puñetera vez! ¡No puedo eternizarme aquí! ¡Al menos que me llame, no hace falta que vuelva…! —su voz se apaga unos instantes y prosigue —De acuerdo, espero que mañana me llame, ahora voy a pedir una pizza y algo de beber para darle a ese pobre gilipollas que tengo encerrado. No me importa cargármelo, pero no me apetece para nada matarle de hambre.

Ralph, en su encierro, trata de ordenar sus pensamientos. Si no es capaz de encontrar una manera de salir airosos, está muerto… Se esfuerza en tratar de recordar, entonces le viene a la mente unos martillazos… un carpintero, pero no consigue dar con ello.

Mientras sigue devanándose los sesos, Rocky, su carcelero también está rememorando sus últimos encontronazos con el jefe. Culpa de estos encontronazos, no se ha cargado a este infeliz y, para colmo, tendrá que comprarle una pizza y luego cualquiera le pide la pasta al capo.

En su último trabajo, le puso a parir, lo más bonito que le dijo es que era un inútil, total porqué al dispararle a un tipo que se tenía que cargar, le pego un tiro también a una tía que pasaba por allí. Resulto que la gachí, aunque lejana, era familia del alcalde y claro lo pusieron todo patas arriba para encontrar quien lo había hecho…

El jefe, hay que reconocerlo, movió cielo y tierra, para que desaparecieran todas las pruebas que, aunque no hubieran servido de mucho, podían haberme delatado, pero la verdad es que pienso que no lo hizo por mí, simplemente pensó que yo podía ser también un cabo suelto y que acabara jodiéndole también a él.

Eso sí, el cabreo fue monumental, me dijo que no servía para nada, que era un completo inútil, que no paraba de cagarla y que, si volvía a fallar en algún encargo, me regalaría unos zapatos de cemento.

Deja de lado sus elucubraciones y coge el teléfono y llama a Pizza Hut: —Buenos días, por favor, enviadme una Cuatro Quesos. —Después de escuchar al empleado, prosigue —Sí, mandadla al 60 de Jerome Avenue, piso cuarto puerta C… Sí, exacto muy cerca del Yankee Stadium.

Ralph ha prestado atención a lo que decía por teléfono y piensa que es, posiblemente, la última oportunidad de intentar algo. Se ha dado cuenta de que no está en un sótano, eso quiere decir que, posiblemente, la pequeña rendija de luz que se ve en la pared, no es un reflejo del otro lado de la puerta…

—¿Y si fuera una ventana? —susurra para sí mismo —Esto justificaría los martillazos del carpintero de mi sueño. 

Instintivamente se acerca a la luz que penetra por la minúscula fisura y palpa con su mano derecha la zona… y en voz baja espeta: —¡Joder son tablas clavadas al marco de una ventana! ¡Ese bastardo la cegó para que no pudiera saber donde estaba ni pedir ayuda!

Poco después ya ha contado que son ocho las tablas que ha empleado para cegar la ventana, cada una de ellas sujetada con tres clavos a cada lado…

Ahora su mente se ilumina y se da cuenta que en estado de semiinconsciencia vio al truhán clavándolas. Usaba unos clavos bastante largos, tal vez, de unos ocho o diez centímetros. Estuvo un buen rato martilleando sin cesar. Recuerda que le pareció ver que usaba un paquete de clavos de los que venden en el Drugstore, suelen contener cincuenta… seis por ocho tablas son cuarenta y ocho clavos… 48 clavos, necesito el carpintero de mi distorsionada visión…

Le sobraron dos clavos, yo no recuerdo haber visto que se los llevara, cuando salió de aquí solo le vi llevarse el martillo… En estado de desesperación, en cuadrupedia recorre con sus manos el suelo de la habitación… No consigue hallarlos… volverá a intentarlo… De pronto suena el timbre…

—¿Quién es? —pregunta el malhechor…

—Pizza Hut —Se oye por el interfono.

Ralph se da cuenta que no hace falta buscar más. Si le da la pizza, le pedirá que por favor encienda la luz, por lo menos mientras come. Así podrá escrutar la habitación buscando los clavos.

Se oye el timbre de la puerta. Después el chirriar de los goznes al abrirla.

—Aquí tiene señor —dice el repartidor.

—Toma muchacho —dice Rocky dándole el dinero —quédate con el cambio.

Se oye cerrar la puerta.

Tal como Ralph había previsto al cabo de un momento se abre la puerta de la habitación y ve al tipo que se ha puesto un pasamontañas, con la pizza y una botella de agua en las manos, en el quicio de la puerta.

—Te dejo pizza aquí. —espeta volviendo a cerrar la puerta.

—Por favor, enciéndame la luz, aunque sea mientras como… —implora Ralph —esto está muy sucio y me gustaría ver lo que me meto en la boca.

—De cuerdo te la dejaré prendida durante un cuarto de hora y luego te la cierro…

—Si es posible, cunado venga a apagarla tráigame un cubo o algún lugar donde pueda cagar, no me aguanto más… hasta ahora he meado en la pared.

—¡Joder! ¡No lo había previsto! —asiente con la cabeza, desconcertado. Cierra la puerta y aprieta el interruptor. Una tenue luz, ilumina la estancia…

Con rapidez, Ralph, escruta los rincones y, justo en la esquina izquierda de la pared de la ventana, ve el arrugado papel Kraft, que sin duda había contenido todos los clavos, se acerca con premura y, ¡eureka!, allí están los dos clavos sobrantes.

Tal como había previsto tienen unos diez centímetros, es casi imposible usarlos como un puñal. Se plantea como podría usarlos…

—¡Ya está! —se dice mentalmente —me los pondré entre el dedo medio y el anular y con el puño cerrado, los usaré en plan Lobezno. —Prueba de ponerse uno en cada mano y piensa que funcionará, pero que tal vez, al golpear el cuello de aquel criminal, puede hacerse daño en la palma de la mano con la cabeza del clavo.

Arranca unos pedacitos de pizza y se los pone en la palma de la mano para que le protejan del impacto de la cabeza del clavo. Prueba de presionar con la punta del clavo en la pared y ve que sí, le resultara eficaz y no le dificulta sujetarlos bien.

Han pasado ya ocho o diez minutos y debe pensar en la estrategia que le permita tener éxito. Confía que apagará la luz antes de abrir la puerta para que le sea más difícil reconocerle. Él, a su vez, le esperará situado justo en el lado hacia donde abate la puerta. Cuando el tipo entre para dejar el cubo se abalanzará sobre él y le clavará los clavos en el cuello.

Rogando que todo salga según lo previsto se sitúa en el lugar elegido esperando la llegada del facineroso. Lo hace con los ojos cerrados para acostumbrarlos a la oscuridad.

Después de unos interminables minutos, la luz se apaga y la cerradura de la puerta se abre. Ralph abre sus ojos y justo cuando Rocky entra se lanza a su cuello y con una increíble precisión hunde los clavos en su cuello, perforando ambas carótidas.

El tipo lanza un alarido al tiempo que su sangre empieza a salir a borbotones y con sus manos puestas una a cada lado del cuello, cae al suelo como un saco, dónde sigue desangrándose como un cerdo.

Ralph sale raudo de la habitación. Su primer impulso es el de huir, pero se impone la cordura y decide que antes debe borrar cualquier vestigio de su presencia allí. Tiene todo el tiempo del mundo.

Después de unas cuatro horas lo ha limpiado todo con la lejía que ha encontrado. Sus huellas habrán desaparecido de la habitación. Se ha cambiado la camisa manchada de sangre por una que ha encontrado en un armario.  La suya manchada la ha puesto en una bolsa de basura que se llevará a su casa.

Poco después, henchido de alegría por haber salvado su vida, se adentra en las calles del Bronx, para ir a buscar el Subway de la calle 167, después el Bus M4 para regresar a su casa. Es domingo y, quizás por shock, no siente ninguna prisa.

Unos cuarenta minutos más tarde está frente al desvencijado edificio en el que habita y siente las rachas de viento en su cara… le parece oír el sonido de un postigo golpeando una ventana.

Por primera vez en su vida, es consciente de la presencia del sin techo que, comienza a preparar su morada de cartón y a pesar de lo acaecido, se siente afortunado… Además, al día siguiente irá a su clínica dental como siempre.

Nadie tiene porque saber nada sobre estos dos aciagos días. Por un momento siente cierta extrañeza al no sentir ningún tipo de emoción por haber liquidado a aquel tipo y se dice a sí mismo: —Era él o yo…

Entra en el portal del edificio, lo cruza y se dirige al ascensor y pulsa el botón. Una vez frente a la puerta de su piso, piensa: “planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo… soy afortunado, ya me veía muerto”.

Toma una ducha de agua muy caliente y decide acostarse… lo cierto es que todo lo vivido, le ha quitado el apetito. —Mañana será otro día —dice para sí —entonces oye el ruido de la contraventana que mueve el viento y la cierra.

Al día siguiente, después de desayunar se dirige a su clínica, llega puntual, aunque la secretaria y su colaborador John ya están allí.

—Su primer paciente ya está en la sala de espera.

—Gracias Liz, ahora le hago pasar.

Entra en su despacho, se pone la bata y se dispone a llamar al paciente. Se acerca a la puerta y le oye hablando por teléfono. Decide esperar a que termine para llamarle… y sin querer oye lo que está diciendo: —¿Cómo que no sabéis nada de Rocky? ¡No se lo puede haber tragado la tierra! ¡Ya me dirás que mierdas hace con un tío retenido! ¡Ya se lo debe haber cargado! ¡Casi mejor que no aparezca y si lo hace deshaceros de él! ¡Este inútil me tiene hasta las pelotas!

Ralph se quita la bata, sale por la sala de espera y le dice al paciente: —Ahora le atenderán, yo ya he terminado. Sale de la sala de espera y se acerca a la secretaria y en voz baja le dice: —De repente me he encontrado muy mal, dile a John, que le atienda él.

Sale a la calle alborozado, decidido a celebrarlo, la casualidad ha hecho que supiera que no hay ningún peligro, que puede estar tranquilo… Nadie va a buscarle… Se tomará el día libre para celebrarlo. Se dirige a su casa, no sin antes darle un billete de 100 dólares al sintecho, que piensa: “hoy es mi día de suerte… encima el postigo ya no pega el coñazo”.

Casualidad – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés

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