RELATO CORTO LA RESPUESTA
LA RESPUESTA
Aquel mediodía de domingo, como otros muchos mediodías de domingo, Roberto arrastraba sus 45 años mientras se dirigía a casa para comer con su familia. Había estado preparando pedidos en su negocio. Es el precio que pagaba por ser autónomo.
Durante muchos años había luchado denodadamente para alcanzar un cierto estatus y, aunque si bien era cierto que vivían con desahogo, cierto era también, que a estas alturas del partido ya tenía muy claro que no se haría rico.
Andaba cabizbajo y meditabundo sumido en sus pensamientos. Se planteaba si se habría equivocado. Su trabajo casi le impedía disfrutar de su familia.
De hecho, su exacerbado sentido de la responsabilidad le había llevado siempre a esforzarse, tal vez en demasía, para alcanzar sus objetivos. Había luchado con tesón para sacarse unos estudios, después comenzó a trabajar y enseguida se dio cuenta de que por muy buen sueldo que llegara a tener, eso no colmaría sus aspiraciones.
Decidió establecerse por su cuenta. Con grandes esfuerzos y echando más horas que un reloj, consiguió encarrillar su negocio. Se sentía bien, muchos eran los que lo intentaban y pocos eran los que conseguían subsistir. A pesar de ello, muy pronto comprendió que, aunque pudiera vivir con cierta holgura, jamás se haría rico.
Aunque, a él y a su familia, no les acuciaban las estrecheces, no conseguía sentirse satisfecho. Pensaba en todo aquello que siempre había ambicionado y que nunca conseguiría y eso le impedía ser feliz.
Amaba a su mujer y sus dos hijos y todos ellos, al menos durante el poco tiempo que podían compartir, parecían amarle a él. Sin embargo, esto tampoco le resultaba suficiente para sentir ese sentimiento de plenitud que, sin duda, le hubiera aportado tener un nivel económico mucho mayor.
Tener buenos coches, una torre sensacional y, porque no, un pequeño yate o poder viajar a lugares recónditos del planeta sin tener que pensar en lo que gastaran, era para él sinónimo de felicidad.
De repente un agudo alarido de pánico, le sacó de su ensimismamiento y la imagen de un niño muy pequeño como de unos dos años bajando a la calzada en medio de un aluvión de coches, llenó su retina.
Sin pesarlo saltó tras el niño, mientras pensaba porqué mierdas la gente ha dejado de llevar de la mano a los niños… ¿quizá piensan que es más progre?
Oyó, mientras con su cuerpo protegía al pequeño el chirriar salvaje de los frenos de un coche, seguido de un fuerte impacto en su espalda.
Dolorido, tumbado en el suelo, sonrió al ver al pequeño ileso. Mientras la madre, aquella que había tenido que soltar el alarido por no llevar de la mano a su hijo, llegaba al lugar del accidente a la carrera.
Tomó al pequeño en sus brazos y a continuación se arrodilló al lado de Roberto llorando desconsoladamente mientras dándole las gracias, le preguntaba cómo estaba.
Minutos después llegaba una ambulancia y el sanitario casi obligaba a Roberto a subir en la misma. De hecho, aunque dolorido se había incorporado por su propio pie.
De camino al hospital, con esfuerzo, cogió su móvil y le explicó lo sucedido a su mujer. Ésta acompañada de sus dos hijos adolescentes, llegó a urgencias poco después de que la ambulancia le hubiera dejado a él allí.
Unas tres horas más tarde, por megafonía llamaron a los acompañantes de Roberto. Su mujer e hijos se dirigieron al despacho que habían indicado. Una mujer completamente desencajada, con un pequeño en sus brazos se les unió por el camino y dijo: “su familiar ha salvado la vida de mi hijo. ¿Les molestará que, si permiten verle, entre también un momento?”
Natalia, así se llamaba la esposa de Roberto, asintió y le dijo: “sí, no hay problema, pero ahora prefiero entrar sola para que el médico me diga cómo está”. Les dijo a los niños que se esperaran en la sala de espera y se introdujo en el despacho.
Al cabo de unos minutos Natalia apareció sonriente. Roberto estaba bien, muy magullado, pero bien. No tenía nada roto ni tampoco en el TAC habían encontrado lesiones en la cabeza, por tanto, le iban a dar el alta.
Transcurrieron unos diez minutos cuando Roberto, cojeando, apareció por la puerta y abrazó a su mujer y a sus hijos. Tras ellos, el pequeño causante del accidente se había adormecido en los brazos de su madre. Esta se acercó a Roberto, con lágrimas en los ojos le dio las gracias y le abrazó.
El pequeño se despertó y le sonrió a Roberto, en tanto forcejeaba para que su madre le dejara en el suelo. Ella lo bajó y, esta vez sí, le cogió de la mano; se despidió de Roberto y su familia, al tiempo que nuevamente le agradecía su gesta.
Roberto, a pesar de lo dolorido que estaba, sentía una enorme plenitud y una explosiva sensación de alegría en su corazón. Analizó estas sensaciones y encontró por fin la respuesta. La felicidad no se encontraba en las posesiones, si no en aquellas actuaciones que te hacen sentir bien contigo mismo… Supo que, a partir de aquel momento, muchas veces se sentiría feliz.
La Respuesta – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés