RELATO CORTO LA FUNERARIA
LA FUNERARIA
Don Rodrigo, un hombre de rostro curtido por el sol y mirada penetrante, observaba desde su sillón de cuero la reunión familiar. Su cumpleaños número 80 se acercaba, y la casa rebosaba de risas y abrazos. Sus hijos, nietos y bisnietos, todos con la sonrisa más radiante, le llenaban de afecto y palabras de cariño.
Sin embargo, una punzante duda carcomía su corazón. ¿Era real ese amor? ¿O solo un velo de interés por su fortuna? Una idea, un tanto macabra, comenzó a tomar forma en su mente.
«Fingiré mi muerte», pensó, una sonrisa irónica curvando sus labios.

Contactó a la funeraria más prestigiosa de la ciudad, un lugar donde el lujo y la discreción se fusionaban. El director, un hombre de rostro afilado y mirada fría, escuchó con atención el plan de Don Rodrigo.
«Un servicio exclusivo», dijo con una sonrisa gélida. «Le garantizamos que nadie sospechará.»
Y así, el día de su supuesto fallecimiento, Don Rodrigo se instaló en una habitación secreta, diseñada para observar y escuchar cada detalle de la «lamentación» familiar.
Las primeras horas fueron desgarradoras. Las lágrimas, los abrazos, las palabras de dolor… todo parecía auténtico. Pero a medida que la noche avanzaba, la farsa comenzó a desmoronarse.
Las conversaciones, antes llenas de amor, se tornaron frías y calculadoras. Los herederos discutían la herencia, la distribución de bienes, las acciones de la empresa familiar. La avaricia, la ambición y la hipocresía se apoderaron del ambiente.
Don Rodrigo, desde su escondite, observaba con un dolor inmenso. Su corazón se encogió al escuchar las palabras de su propia hija menor, quien, en un susurro, decía: «Por fin podré usar la mansión de la costa…»
Al amanecer, con el alma destrozada, Don Rodrigo abandonó su escondite. La farsa había terminado. Había descubierto la verdad, una verdad que le había dejado marcado para siempre.
¿Qué haría ahora? ¿Confrontaría a sus familiares? ¿O se alejaría para siempre de ellos? La respuesta, aún en la oscuridad, se escondía en su corazón.
Al ir a marcharse de la funeraria le pidió al director que, antes de la hora del supuesto entierro, avisara a todos sus deudos del lamentable error acontecido. Que, en el hospital por un descuido administrativo, le habían enviado un cadáver con la documentación de Don Rodrigo, cuando éste solo había sido visitado y gozaba de muy buena salud.
Sonrió imaginando las caras de frustración de sus seis hijos y, con cierta tristeza, se dirigió a su casa. Dormiría y decidiría que hacer.
Habría dormido unas cuatro horas cuando se levantó. Había tomado una decisión. Iría al notario para cambiar su testamento.
Su fortuna ascendía a unos 500 millones de euros, de los cuales unos 200 millones era el valor de la empresa a la que había dedicado su esfuerzo y su vida.
Sus hijos nunca habían querido trabajar en la empresa. De hecho, nunca habían querido trabajar. Todos ellos siempre habían pretendido centrarse en proyectos, donde se ganaran millones sin hace nada.
A él le había tocado siempre pagar los platos rotos. Toda la vida le habían pedido dinero para sus “negocios” y para vivir bien.
Había llegado el momento de cambiar las cosas. En su testamento les dejaría un 75% de las acciones de la empresa. El 25% restante se las dejaría al director, llevaba toda la vida esforzándose en hacer crecer la empresa, justo era que le quedara un buen pellizco.
Los 300 millones restantes, que incluían dinero y propiedades, se los dejaría a AMREF. Había visto muchas veces la labor humanitaria que hacían en África y , sin duda, se merecían este apoyo.
En cuanto a sus hijos, dado que la parte de la empresa cubría perfectamente la legítima, nada podrían reclamar. Además, dejándoles esto compensaba el poco tiempo que debido al trabajo les había podido dedicar.
Eso les obligaría a trabajar juntos o bien poco a poco ir vendiéndole las acciones a su director… Una vez que se quedaran sin nada, ya no sería su problema.
Una vez redactado y firmado el nuevo testamento Don Rodrigo se dirigió a su casa, apenas había dormido y necesitaba descansar. Ya tenía casi los 80 y debía cuidarse. Al llegar se tumbó en la cama, con la satisfacción de haber hecho las cosas bien y con cierta tristeza por no haber sabido ganarse el amor de sus hijos… “Tal vez no ha sido mi culpa” —pensó y, sintiendo cierta felicidad, se dejó llevar por el sueño. Entonces no sabía que al día siguiente su cuerpo inerte, reposaría, esta vez de verdad, en la misma funeraria.
La Funeraria – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés